“El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en Mí y Yo en él.”
Evangelio según San Juan 6:56
Dos acciones tan naturales como comer y beber se constituyen en elementos fundamentales en el proceso de enseñanza del Maestro. Tal vez, para nuestra mente occidental, el comer y el beber sólo tengan la connotación más llana, que se limita al ámbito de lo puramente físico. Comemos y bebemos por razones obvias: nos da hambre y tenemos que alimentarnos. Sin embargo, en el contexto en el que Juan narra, y en el que escribe, comer y beber el cuerpo y la sangre de Cristo tenía un significado que requiere ser bien descifrado.
Cuando Jesús hablaba de su carne se refería a su completa humanidad. Como cuestión de hecho, Él se refiere a Sí mismo como el pan que descendió del cielo. Luego, de lo que nos habla aquí no es de otra cosa que del milagro de su encarnación. Por otro lado, también nos habla de su sangre. Aquí es bueno entender que para los judíos la sangre representaba la vida, y que ésta pertenece a Dios.
Por lo tanto, comer el cuerpo y beber la sangre de Jesús significa aceptar su encarnación como cosa necesaria para tener acceso a la vida eterna. Además, debemos notar que cuando Jesús habla de comer, establece una diferencia entre dos verbos que lamentablemente se han traducido de igual forma en este pasaje. Cuando Jesús se refiere al maná que comieron los judíos en el desierto, utiliza el verbo “fago”, que quiere decir devorar o consumir. Sin embargo, cuando habla sobre la necesidad de comer su carne, utiliza el verbo “trogo”, que quiere decir masticar. Es decir, comer su carne implica un proceso lento de asimilación de lo que significa aceptar la encarnación de Jesús y su obra redentora a favor nuestro. Quien hace esto hace mucho más que comer y beber, y entra en una relación con Dios que es de carácter permanente.
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