“Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y bueyes; y esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado.”
Evangelio según San Juan 2:15, 16
La pasada semana les hablé de Güito, un vecino realmente muy pintoresco. Se le conocía por tener ocurrencias muy suyas. En cierta ocasión decidió colocarle un rótulo a su casa, que leía: Se Vende. Un día, un caballero se detuvo para preguntar cuánto pedían por la casa. Güito le contestó que la casa no estaba en venta. Entonces, el hombre le preguntó: “¿Por qué razón le pone un Se Vende?” Finalmente, Güito le respondió: “Yo le puse el letrero para ver si alguien paraba para preguntar; pero yo no la estoy vendiendo. De todas formas, la casa es mía. Así que yo le pongo el letrero que yo quiera”.
¡Qué bárbaro el Güito ese! Así era él. Y aunque uno no esté de acuerdo con su comportamiento, la verdad es que en un sentido tenía razón. Según su concepción, uno puede hacer lo que le plazca con su propiedad.
Tal parece que así pensaba el liderato religioso del tiempo de Jesús. Como la administración del aparato religioso, se había puesto en sus manos, llegaron a comportarse como si fueran los dueños de todo, incluyendo al templo. Dios había establecido un sistema de ofrendas justo, que le permitía al pueblo reconocer quiénes eran y cuál eran sus deberes para con Dios. Sin embargo, los guardianes de ese sistema establecieron un mercado que les permitía servirse del culto a Dios. Con toda razón Jesús se indignó y limpió el templo de Dios. Además, en su reflexión, dejó claro que el verdadero templo de Dios era Él mismo, que el único sacrificio necesario es el suyo y que el favor de Dios NO ESTÁ EN VENTA.
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