“Por lo cual Él también es poderoso para salvar para siempre a los que por medio de Él se acercan a Dios, puesto que vive perpetuamente para interceder por ellos”.
Carta a los Hebreos 7:25
En cierta ocasión, delante del Palacio Real de Inglaterra, había un muchacho harapiento que se había propuesto ver a la reina. El guardia del Palacio, en un principio, se reía al ver el interés del pobre muchacho. Pero al ver que el chico insistía, le amenazó con echarle fuera de allí. Uno de los jóvenes príncipes, que andaba por allí cerca, escuchó el llanto del muchachito, y al saber la causa de su llanto, le dijo sonriendo: “Yo te llevaré a ver a la Reina.” Entonces, traspasando el espacio del guardia, le llevó hasta la presencia de su real madre. Ésta, sorprendida, preguntó a su hijo acerca del muchacho, y cuando supo el hecho se echó a reir, atendió con gentileza al pobre chico y lo despidió, poniendo en sus manos una cantidad de dinero suficiente para satisfacer sus necesidades.
Asunto difícil es para un pobre conseguir la entrada a la presencia de un soberano de la tierra. Pero la vía para entrar a la presencia del Rey de reyes está siempre expedita, gracias a la maravillosa intercesión que el Hijo unigénito de Dios realiza a favor de los que el Padre le dio.
Hoy, quisiéramos invitarle a meditar sobre uno de los mejores dones que nuestro Salvador pueda concederle a los suyos. El Texto Sagrado enseña que parte de la obra que Cristo continúa aún realizando por nosotros es precisamente interceder por los suyos. El autor de la carta a los Hebreos lo expresa de una manera realmente contundente, cuando dice que el Salvador vive perpetuamente para interceder por los que se acercan a Dios por medio de Él.
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