“Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre Él. Y hubo una voz de los cielos, que decía: Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.”
Evangelio según San Mateo 3:16-17
La Iglesia celebra hoy el bautismo de nuestro Señor. Al comienzo de cada año, y una vez culminada la celebración de la temporada de la Navidad, el calendario litúrgico nos trae a esta importante celebración. El significado litúrgico de la fiesta es bastante claro. Ya ha pasado la Navidad y la Epifanía, ahora la misión del Dios Encarnado se manifiesta en el mismo preludio de su ministerio público.
Poco antes de ser conducido por el mismo Espíritu Santo para ser tentado y, para luego, cumplir con su misión, nuestro Señor llega hasta donde se encontraba Juan bautizando. Venciendo la oposición del bautista, se somete al rito del bautismo. Y creo que hay unas cuantas lecciones que aprender sobre el proceso que allí se dio. En primer lugar, Jesús viene a Juan en fila con los pecadores que se acercaban a él para ser bautizados. Obviamente Jesús no tenía pecado alguno, sin embargo se mezcla y se identifica con los pecadores más despreciados por la cúpula religiosa de la época. En segundo lugar, Jesús se somete a un tipo de “conversión” o cambio de dirección en su vida, pues con el bautismo, el Señor sale del anonimato para asumir su rol dentro del plan divino, y así convertirse en la figura pública que sufrió la incomprensión, el rechazo y la condena de la gente que profesaba su misma fe religiosa.
Por otro lado, el bautismo de nuestro Señor sirve para que nos identifiquemos con Él. Esto es así ya que según el apóstol Pablo nos enseña, en el momento de nuestro bautismo morimos a nuestra vieja manera de vivir y resucitamos a la nueva vida con Cristo. Por lo tanto, la celebración del día de hoy debe invitarnos a recordar que fuimos rescatados del pecado y que hemos renacido a la vida en Cristo. ¡Que así nos ayude Dios!
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